miércoles, 19 de enero de 2011

Presagio

El oficio ha provocado mi temprana alerta en materia de desmemorización.
Constantemente escucho, veo y leo que la precariedad en el recordatorio de nombres, puede ser el temprano aviso del mortal Alzheimer.
Casi siempre que arribo al paradero de transporte colectivo del oriente de la capital, me asomo al puesto metálico del Alex para ver si ya llego, sin embargo la mayoría de las veces aún no lo hace ni lo hará. Dos tardes antes de los festejos del nacimiento de Jesús, me percate que ya estaba instalado –cosa rara- y no dude en ir a echarme un clavado al charco de libros que mantenía sobre el asfalto. Él me mostraba los best seller, mismos que trataba de ignorar con un poco de cortesía para seguir esculcando en los que estaban más rezagados, como algunos de Paco Ignacio Taibo II y otros más que no recuerdo, haciendo honor a la primera línea del presente. Cuando estaba a punto de despedirme, me estiro la mano con un tabique, por el cual me sentí atraído como fierro viejo hacía un imán. Tome en mis manos un libro que al instante me agrado por su diseño, de más de 500 páginas, titulado La misteriosa llama de la Reina de Loana, por Humberto Eco, de quien hasta el momento sólo he leído Cómo hacer una tesis. La química fue mágica pues tarde algún tiempo contemplándolo de un lado a otro. Sabía que algo teníamos en común. Conforme iba leyendo la parte posterior de su portada, iba creyendo conocer al personaje principal de la historia, a pesar de que me duplica la edad y que hasta el momento no tengo una hija. Tenía ganas de sentarme en el pavimento, no importando los albures de los microbuseros, y leer de una buena vez todas esas hojas que contemplaba con cierta agonía e incredulidad, pero Alex auguro mi escases económica y candongamente hizo retirar de mis manos aquel imán del que yo no quería desprenderme. Lo seduje para que lo dejara en mí, con un pago inicial del 70 por ciento, pero como se había dado cuenta de nuestra intimidad, exigió el total de su costo. Le advertí que al día siguiente regresaría por él, a la vez que le mostraba cierta antipatía por no dármelo, sin embrago, me ganaba más la nostalgia por dejar abandonado en ese cuartucho laminado a un cómplice. La tarde del siguiente día mi presencia fue puntual frente al resguardo de alguna de mis extremidades, sin saber hasta el momento y a lo mejor nunca, cuál de ellas, pero Alex había cumplido con la estadística: faltar. Enseguida le marque por el móvil para saber cuánto tiempo lo tenía que esperar. Para su fortuna, se encontraba haciendo lo que casi siempre o siempre, lo ausenta de la venta de libros: jugando al frontón con raquetas en un ex balneario Olímpico.  Ganas no me faltaron de patear su viejo puesto para huir con lo que sentía que me pertenecía, pero no lo podía hacer por los choferes que siempre juegan a las maquinitas de aun costado, y son sus cuates. Mi resistencia había sido colosal las 48 horas sin lo que ahora no podía desprenderme, no obstante que la del Imán se quebrantaba poco a poco y aún más, porque Alex a primera hora del tercer día me llamaba para saber la hora en que pasaría por lo mío. Ahora trate de hacerme un poco el interesante, diciendo que tenía trabajo en la oficina y no sabía la hora en qué terminaría. Volvió a insistir en que me esperaría por la tarde. No pude resistir más y le dije que llegaría en punto de las tres. La cita fue puntual, con un pago ahora del 20 por ciento más del inicial. Subí al colectivo correspondiente, desde donde ya no pude dejar de mirarme en la obra que no solté de mis manos, hasta el estante de libros en mi hogar, con cierto… no sé qué, que me hace inquietar. No cabe duda que la incertidumbre es la agonía perfecta.

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