miércoles, 28 de diciembre de 2011

Historias de taxista

El presente título nada tiene que ver con la rola de Arjona, El taxista, ni tampoco es fuente de inspiración para las siguientes anécdotas, pues ellas tienen a su propio autor e historia, y se construyen por sí solas, gracias a la experiencia del tío Juanito a bordo de su vocho-taxi durante 16 años sobre el asfalto de la ciudad de México.

A pesar de conocer por más de un lustro al tío Juanito, jamás imaginé encontrar un libro de relatos en él, hasta que una reciente noche comenzó a revelarme las anécdotas que le hubiera gustado grabar, similares a las que Cristina Pacheco busca y publica todos los domingos en la última página de La Jornada, o, las imagenes que un fotografo -del cual ahora no recuerdo su nombre- captaba al interior de su taxi en los 70-80 en Nueva York.

El tío se lamenta de no haber portado una grabadora en su vocho-taxi como evidencia fehaciente de sus anécdotas. Después de escucharlo le propongo que las escriba para hacerlas públicas. Rechaza la propuesta e insiste en su descuido de la grabadora. Le advierto que un servidor hará lo propio con sus relatos, tratando de no omitir detalle de lo que mi mente vaya registrando, aunque también me lamentó de no poner a grabar el celular para no perder registro de cada emoción que le imprime a cada palabra.
  • Contravocheando
“Ese día salí de mi hogar como cualquier otro, del estado de México al DF, para poder “levantar” pasaje. Cuando circulaba por una avenida principal del estado de México, llamada Carmelo Pérez, al cruce, si no mal recuerdo, con avenida Chimalhuacán, un tipo me hizo la parada. Observé que ninguna patrulla me viera para poder subirlo, pues sólo tenía permiso de cargar pasaje en el DF.
Antes de subirlo me peguntó si lo podía llevar a la terminal de autobuses Tapo. Le respondí que sí. Me dijo que primeo teníamos que pasar a su casa por unas cajas, que después me confesó contenían un motor.

Cuando íbamos rumbo a la Tapo me reveló que su destino era Las Lajas-Veracruz, y enseguida me preguntó si me atrevía a llevarlo hasta allá. Con todo gusto, siempre y cuando la paga sea buena, le respondí. Entonces pasamos a llenar el tanque, para salir por Zaragoza rumbo a Las Lajas-Veracruz, con el riesgo de ser multado por la policía federal, ya que cuando un taxi sale a cualquier punto del interior de la República tiene que tramitar un permiso; cosa que yo no había hecho.
Aún emocionado, me cuenta: cuando pasamos una caseta después de Puebla, bajamos a orinar, pero cuando pretendíamos continuar, una llanta estaba ponchada. Me lamente de haber aceptado la propuesta pues recordé que no llevaba llanta de refacción y que podía ser multado por la federal. No se apure jefe, ahorita le ayudo a cambiarla, me dijo.
El cuate -del cual no supe si le proporcionó su nombre o el alias- se ofreció a reparar la llanta en un poblado cercano que se observaba, cuenta. No tardo en regresar con una llanta casi seminueva. Cuando le pregunté dónde la había conseguido y a qué precio, me señaló un almacén de chacharas donde nadie atendió a su llamado, por lo cual tomó la llanta seminueva dejando a cambio la que se había averiado. Me ayudó a cambiar la rueda, y antes de partir regresó por mi llanta que había dejado a cambio de la que ya habíamos puesto.

Antes de arribar a su pueblo entramos por un camino de terracería, donde estaba apostada una patrulla de la policía federal, la cual ni pio hizo cuando nos vio entrar. Continuamos por un callejón hasta llegar al final del mismo, topando con un gran zaguán, donde un tipo con una pistolata bajo el brazo, bruscamente me preguntaba qué se me ofrecía; sin embargo, al ver que mi pasajero se asomaba y le hacia señas, abrió la puerta mientras me apresuraba a entrar. ¡Rápido, rápido!, decía.
Fue en ese momento cuando empecé a ponerme más nervioso y a sospechar que estaba metido en un lío de drogas. Tenía miedo que fuera a llegar la policía, o, que me acusaran de trasladar droga. El cuate me preguntó cuánto le iba a cobrar, pero antes de responderle sacó un fajo de billetes y me entregó 2 mil pesos. Me preguntó si así estaba bien, a la vez que me entregaba más billetes según para pasar a comer y saldar mi cajetilla de cigarros que había consumido desde el punto donde lo recogí. Me decía: ahorita le pago su cajetilla de cigarros jefe. Y así fue.

Antes de despedirnos se ofreció a acompañarme a comer; después se arrepintió, me compró dos tortas y me despidió.
Cuando iba por el punto por donde había entrado, la patrulla seguía en el mismo lugar, pero en esta ocasión, los policías sonrientes casi me decían adiós. Las demás patrullas que observé a mi regreso, todas me ignoraron.
A quién habré trasladado y qué habrá llevado…  ¿te imaginas?

No hay comentarios:

Publicar un comentario